Exposició

Jacinto Esteva

 

Text de Jacinto Esteva

 

Ricardo inmóvil

Ricardo mantenía su mirada firme en la pared, hasta que volví el rostro para saber qué estaba mirando. Recorrí la superficie donde había fijado sus ojos sin descubrir nada singular –ni una grieta, ni una mancha de humedad: el yeso estaba liso y uniforme–. Me irritaba la actitud de mi amigo, obsesionado con aquel punto del muro.
– ¿Qué es lo que observas?
Él, siempre con la vista fija en aquel lugar, no respondió. Me acerqué a observar su rostro. En un extraño silencio, sus ojos brillaban, obstinadamente fijos. Me senté de nuevo frente a él, diciéndole:
– No comprendo qué miras con tanta atención.
– Estaba examinando –respondió al fin– el pedazo de pintura de esa pared. Pero no hay nada de particular en él, nada que merezca mi atención…
– ¡Fíjate! –exclamé para que volviera el rostro hacia otro lugar–.
Y, señalando la ventana, añadí de prisa:
– Por allí llega María.
María pasaba cada día, a la misma hora, frente a mi casa, dejando sus huellas sobre la arena y saludándome con un gesto de la mano. Creí que podría desviar la atención de Ricardo. Pero mi amigo siguió mirando la pared. Parecía no darse cuenta de nada.
– Mira –dije–, ahí está Ana, la niña más traviesa del pueblo.
Ni María, ni Ana estaban allí pues sonaban las campanadas dominicales –imaginé a los padres devorando los sesos de sus hijos con ternura hiperbólica –.
La mirada continua de Ricardo sobre la pared me ponía cada vez más nervioso. Mi único amigo seguía en silencio. Tuve que sacudir aquella irritación de mi cuerpo: tiré con fuerza de su brazo apoyado sobre la mesa.
Hubo un gran estruendo sobre el suelo. La cabeza de plástico policromado, con ojos de cristal y bigote postizo, se derrumbó sobre la mesa. El cráneo rodó luego por las baldosas. Recogí los pedazos y monté de nuevo el muñeco inventado, pero colocando esta vez sus ojos como si miraran hacia el mar.
[…]